PASO I.- EL PROGRESO:

Sucedió una mañana soleada al principio del otoño. Transcurría uno de esos otoños que a ti tanto te gustaban. Comenzaban a desprenderse las hojas amarillas de los árboles, pero tú ya no las verías. No percibirías crepitar bajo tus pies la tupida capa amarillenta al pasear por encima de las hojas muertas. Las golondrinas se concentraban en los alambres del tendido eléctrico configurando grupos reducidos; pero tú ya no observarías aquellas bandadas rectilíneas, simétricas, casi iguales todas, surcar el cielo azul entre nubes otoñales de algodón. No las verías alejarse en busca de la suave calidez de otros veranos. 

Era una mañana como las demás. No existía ningún aciago presentimiento, ningún asomo ni sospecha externa visible, ningún pérfido augurio de la horrible tragedia que se aproximaba. Madre arregló la comida con el mismo cuidado que cada día: con cariño, con esmero, con mimo, como sólo ella sabía hacerlo. Puso en la merendera una tortilla tierna, blanda, esponjosa; unas deliciosas tajadas de tocino frito y unos sabrosos chorizos recién sacados de la tinaja. Metió la merendera y el pan dentro de la cesta de la comida. Y luego colocó el botijo del agua y la bota del vino dentro de la alforja, como hacía cada mañana. 

Era un día lo mismo que los otros. Al clarear la mañana, una tenue luz iluminó calles y casas. Un sol de otoño agradable asomó tímidamente y comenzó a entibiar con placidez los añorados paisajes: montes, árboles y río que nos conocieron de niños, que supieron de nuestros juegos infantiles. Juan cruzó la plaza tarareando una canción de moda. Saludó a un corro de ancianos que, apoyados en trémulas garrotas, tomaban el sol, se calentaban al calorcillo de la solana mientras charlaban animosamente. Hablaban de la falta de lluvia, del otoño, del tibio sol de la mañana… 

Al volante del tractor, lo vieron alejarse calle abajo por última vez, silbaba y canturreaba una conocida canción. Luego, desapareció tras una curva del camino. 

Era una mañana quieta, sosegada, apacible, como cualquier otra. Los niños estudiaban en la escuela. Se escuchaba el cantar de la herrería, la dulce cantinela del hierro duro al ser golpeado en el yunque. Un afilador recorría las calles del pueblo. 

Caminaba con la bicicleta a un lado, detrás llevaba la piedra de afilar. Hacía sonar el flautín, después lanzaba su voz: 

– El afiladooooor. El afiladooooor. Se afilan cuchillos, navajas, tijeras… 

Huían asustadas las gallinas, libres por las calles. Salían las mujeres de las casas con los utensilios de cocina. El afilador empinaba la rueda trasera de la bicicleta, se encaramaba en ella e impulsaba los pedales. Comenzaba a voltear la rígida rueda de silicio, volaban las chispas por el aire al rozar con el sílex el férreo metal. De cuando en cuando, se escuchaba el canto de un gallo. Cruzaban mujeres con cántaros y botijos camino de la fuente. Como cada mañana, Rafael, el alguacil, realizaba su recorrido acostumbrado, pregonando de esquina en esquina. En este momento, aparece en mi recuerdo como si lo estuviera contemplando. Lleva la trompetilla en la mano, la boina calada hasta los ojos, el ajado pantalón de pana surcado de zurcidos, sus enormes pies emergiendo por fuera de las rudas abarcas. Se empinaba un poco, como para que se le escuchase mejor, y lanza su ronca voz al viento suave de la mañana. Se desgañita, incluso, proyectando su melódica canción: 

– De orden del señor alcalde…

– De orden del señor alcalde… – repetíamos el pregón la traviesa chiquillería corriendo tras él. 

– Si os pillo, os capo – gritaba persiguiéndonos, medio en broma, medio en serio. Aquella mañana, próximo el mediodía, Rafael pregonaba por las afueras del pueblo. En aquel momento, a través de confusas brumas, se dejó ver difuminada en el horizonte una figura borrosa. Apareció de repente, envuelta en el polvo del camino, confundida en la neblina matinal. Surgió inesperada, como un espectro, allá a lo lejos. Parecía una sombra excéntrica, una silueta diluida. Avanzaba con rapidez, bramando como posesa y corriendo como alma que lleva el diablo. 

Rafael permaneció inmóvil, petrificado, igual que si hubiera descubierto al mismo demonio luciferino en persona. Tan impresionado y aturdido quedó por la aparición, que cuentan, se le atragantó la pitada y cayó la trompetilla a tierra.

Era Andrés, el pastor. Algo habría ocurrido para que abandonase el ganado a su suerte y se presentase en el pueblo gritando de aquella manera. 

Andrés, como cada mañana, transitaba campos apacentando el rebaño. Como cada día, subía y bajaba cerros, cruzaba caminos y veredas. Avanzaba despacio y hacía sonar la flauta. Aquella flauta que él mismo fabricara con una caña que cortó del cañaveral del río. La flauta que él solo aprendió a tocar sin que nadie le enseñara y que tan bien tañía.

La flauta que quedó allí, olvidada nunca supo dónde, abandonada sin apenas advertirlo en su alocada huida. Pastaba el rebaño al costado de un altozano. A no ser por el zumbido del tractor, seguramente, Juan el de la Antonia hubiera escuchado con claridad el dulce tañido de la flauta, su suave melodía, su música monótona y acorde. Quizá, hubiera percibido también el soniquete constante de las esquilas del rebaño desde el otro lado del otero.

El ganado iniciaba ya el descenso de la loma. En aquel momento, Andrés descubrió algo extraño en el fondo de la hondonada. Parecía un tractor, incluso, un rayo de sol centelleaba sobre una de las chapas; sin embargo, no se movía. Azuzó a los animales ladera abajo en aquella dirección. Efectivamente, era un tractor que había volcado. Andrés hizo conjeturas. Podría ser Joaquín, o tal vez Juan el de la Antonia, los dos tenían tractores parecidos, del mismo color y marca. Las tierras eran arrendadas, pertenecían a Alberto, el que emigró a Zaragoza a trabajar en una portería. Se olvidó del rebaño. Cayeron al suelo el morral, la garrota y la flauta en su atropelladora marcha. Se deslizó pendiente abajo, seguido por su perro que ladraba sin cesar. Arrastraba piedras, arrancaba matorrales de cuajo en su avance, caía, rodaba declive abajo. Se levantaba de nuevo con ligereza, descendía precipitadamente, avanzaba lleno de arañazos. Sangraba abundantemente y cojeaba. Llegó jadeante, exangüe, sudoroso. Allí se encontraba, tendida, la frágil silueta de Juan. Estaba inmóvil, rígido, yerto. Su cuerpo desfigurado, destrozado por el golpe. Se encontraba abatido, deformado, aplastado bajo el peso, prisionero entre la chatarra. Parecía un muñeco roto que un niño hubiera arrojado a la soledad de la campiña. La tierra despedía un fuerte hedor a gasoil, a sangre derramada. Por el aire ascendía un sabor amargo, un olor a soledad, a destrucción, a muerte… Separó hierros, barras, láminas y chapas retorcidas. A través de los hierros doblados, surgían las pálidas facciones de su rostro sin vida cubierto por la tierra sucia y grasienta de aquel otoño sin lluvia en los sembrados. 

Andrés se adentró en las primeras callejuelas del pueblo. Llegó rendido, exánime, desfallecido. Su cuerpo despedía un profundo olor a gasoil, a sangre, a muerte… El alguacil se acercó a él, y acudieron también algunas mujeres al escuchar los gritos. Se desvaneció en el suelo sin aliento, sudoroso, medio muerto. Alguien le acercó un vaso de agua. Deliraba. Balbuceaba, palabras ininteligibles: 

– El tractor… Juan el de la Antonia… 

Se rasgó el apacible sosiego de la mañana. La quietud y el silencio en que estaba mecido el pueblo se perturbó en poco tiempo. Se difundió el suceso raudo como el viento. Se propagó por las calles; se extendió por las solanas; corrió de boca en boca, a través de un interminable comadreo de mujeres. Comenzaron a tocar las campanas. Enmudeció el yunque de la herrería. El afilador recogió sus trastos, guardó el flautín en el bolsillo del zurcido pantalón y se alejó del pueblo. Lo vieron desaparecer subido en la bicicleta, desvanecerse entre el polvo del camino. 

La noticia trepó por encima de los ondulados tejados. El viento la mecía como hojas caídas de aquel otoño que comenzaba. ¿Quizá la trasladó envuelta en el humo de las chimeneas? ¿Acaso fue con una bandada de golondrinas emigrantes? ¿Fue, tal vez, el tañido de las campanas? La arrastró por sinuosos senderos, por tortuosas veredas. Llegó hasta los campos de sembrados, a los más apartados y remotos parajes. La introdujo en los avizores oídos de lugareños, que en aquel momento, se encontraban arando en las sementeras. 

Algún tiempo después, levantaban el férreo y pesado mecanismo. Retiraban el duro lastre de chatarra y hierros retorcidos y dejaban libre el cuerpo sin vida del infortunado Juan.

PASO II.- EL SILENCIO: 

La historia de sus días se detuvo aquel triste y aciago atardecer de otoño. Se desvaneció, desapareció allí mismo, se apagó oculta en la aridez de la tierra, enterrada en la yerma y desolada fosa horadada en la sequedad del cementerio. Se truncaron el arrojo y el vigor de sus firmes ánimos. Sus vidas surtieron un claro y terminante viraje de trescientos sesenta grados en redondo. 

Resulta difícil conciliar el sueño en las frías y prolongadas noches de otoño, cuando el viento silba con fuerza en las chimeneas ya sin humo, en los salientes del tejado, en las casas vacías… Pero mayor contrariedad supone aún despertar en la estremecedora oscuridad de la noche, levantarse despacio, palpar recuerdos, formas, figuras abandonadas en las tinieblas de la alcoba. Abarcas descuidadas al pie de la cama, chaquetas pendidas de la percha, ropas revueltas, y tantos y tantos recuerdos flotando en las sombras enrarecidas de octubre; emergiendo de cada una de sus evocadoras cosas; oscilando a su antojo; agitándose con emoción en los tristes sueños de la noche interminable, y descubrir la dura realidad. Saber que no duerme allí, y peor aún, tampoco deambula como Antonio y Miguel por esos mundos, extraviados, perdidos en remotas metrópolis, olvidados en medio de nebulosos vahos y emanaciones, turbios humos de inhóspitas ciudades. 

Un extraño desconsuelo les inunda el alma. Una misteriosa y singular tristeza se apodera de sus espíritus al recordarlo. Laceran las huellas de su imagen. Punza el paso del recuerdo. Afilados rejones arponean sus vísceras internas, pinchan las profundas y delicadas entrañas de sus cuerpos envejecidos. Sienten un vacío constante en el estómago, gatos que arañan sus intestinos, horrible martilleo en el cerebro, incesante desasosiego, absoluto desvarío, lamentos y delirios de tristeza. 

Que es no saber ya quién soy, ni qué hago aquí, otra vez tumbada boca abajo, abrazada a esta vieja cama que no es la mía, pero fue la suya

Resulta difícil despertar sin él. Despiertan hastiados, con desgana, sin anhelos ni ánimos para comenzar el día; carecen de los estímulos necesarios para seguir viviendo. Se levantan despacio, muy despacio, a pesar de no ser tan viejos todavía. Él toma la cesta de la comida y huye al campo para todo el día. Trata de olvidar en la soledad de la campiña, y horada en recuerdos distantes por si aún queda algo grato merecedor de recordar. Ella enciende la lumbre en la desierta cocina, aquella cocina antaño rebosante de vida y alegría. La enciende torpemente, con manos temblorosas. Las rudas manos de labriega que, en otros tiempos jóvenes, con tanta soltura y destreza amasaron el pan y manejaron la rueca. Permanece durante horas acurrucada a la orilla de la lumbre. Le tranquiliza contemplar el fuego. Olvida observando la llama rojiza al elevarse y aún le trae algún agradable y lejano recuerdo la leña que arde, chisporrotea y se consume. Recuerda y olvida al mismo tiempo. Ahí espera, sentada como cada día, como siempre, no sabe qué. ¿Qué espera? ¿Qué puede esperar después de todo? Quizá el paso del tiempo únicamente.

¿Qué esperas ahí, sentada eternamente? Incongruente, necia pregunta. Preguntad a los que aún esperan. Absurdo e inútil preguntarle a ella. No me preguntéis tampoco a mí, a nosotros, los que ya nada esperamos. Sólo sabemos que su vida se extingue muy deprisa, se precipita hacia lugares recónditos de donde jamás se regresa

Juan vuelve tarde del campo. Se encierra en la última habitación de la casa. No habla con nadie. Se ha vuelto huraño y huye de la gente. Allí, en lo más hondo y oscuro, pasa las horas en la penumbra misteriosa. Bebe vino mientras llora, se lamenta y recuerda, aunque bebe para olvidar. 

Sale de casa pasada la medianoche, tambaleándose de lado a lado de la calle. Su sombra se confunde con las sombras de los árboles mecidos por el viento. Le cubre el rostro un oscuro velo de dolor y de tristeza que oculta sus humedecidos y chispeados ojos. Camina despacio, muy despacio, con pasos débiles, apagados. Avanza encorvado, se asemeja a un espectro caminando por las callejas del pueblo. Su lánguida sombra vaga desalentada, abatida. Emerge de repente, como un aparecido entre los árboles deshojados, los ladridos de los perros en los cobertizos de los corrales y los maullidos de los gatos en los tejados. La escasa luz de la bombilla en una esquina lanza su sombra fantasmal sobre la pared. 

Regresa a casa y se acuesta en silencio, sin hacer ruido, para que su mujer no le oiga. Se mete en la cama vestido y tiritando de frío. Antonia que también sigue despierta, apenas si se atrevía a regañarle.

– Juan, un día de éstos vas a pillar una pulmonía – le dice únicamente. En las largas nevadas de aquellos lejanos inviernos, se dejó oír más fuerte la voz del silencio. Él calla mientras contempla el fuego. Ella gira la rueca o mueve entre sus dedos las largas agujas de hacer calceta. Al principio, los dedos se mueven con presteza.

Luego, cada vez más lentos, con somnolencia y aburrimiento. No pronuncian palabra. La voz del silencio sólo habla, grita, clama, dentro de sus cerebros. Rueda por la casa, se aplasta en los rincones, se incrusta en las paredes… Cada día, un poco más viejos, se sitúan más cerca de la lumbre. Encorvados, inclinados bajo el peso de los años; pero más aún, bajo el peso de la soledad, la ausencia y la angustia que, evidentemente, pesan y fatigan mucho más. Sólo se escucha el chisporroteo de los troncos al quemarse, mientras bajan los ojos hacia el fuego. Se oye, de cuando en cuando, un estornudo, un carraspeo, un profundo suspiro… A veces, rompen el silencio unos momentos para leer en voz alta las cartas que Miguel y Antonio les escriben, pero lo hacen sin ilusión ni interés, con desgana. Ellos, ahora, parecen hablar un idioma diferente. Apenas preguntan ni se interesan por las cosas del pueblo. Sólo cuentan su vida en la ciudad, algo que ni siquiera entienden. Y al final, insistiendo, como siempre. Aunque ellos ya lo saben, se lo habían dicho muchas veces: De casa no nos movemos.

PASO III.- EL RECUERDO: 

Murió una mañana soleada al principio de la primavera. Como cada día, se encontraba acurrucada cerca de la chimenea, calentándose al fuego de la lumbre. Sin embargo, no hacía frío. El sol caldeaba ya con fuerza y entibiaba la casa, irrumpía firme en la cocina a través de los lactescentes visillos del ventanuco.

– ¿Tienes frío? – preguntó Juan. 

Pero ella no respondió. 

Antonia había quedado enjuta, consumida, demacrada. Cada día más seca y arrugada, se disipaba lentamente como antaño, en los adorados tiempos, se consumía la llama del candil al calor de la cuadra entre las mulas las largas trasnochadas sin luz eléctrica. Apenas comía. Los huesos afloraban a través de su piel fina y enfermiza. Permanecía inmóvil durante horas, con su cabecita nevada oculta bajo la campana de la chimenea, contemplando la llama de la lumbre, sumida en viejas evocaciones, remotos recuerdos que aún persisten arraigados en su mente enferma, y, perseverantes en su ineludible huida, se afanaban por no desaparecer. 

Contempla, casi desvanecidas ya, las siluetas de Juan y Antonio. Se cuelgan las carteras y se van a la escuela. Observa también a Juan, su marido. Apareja las mulas, y prepara arreos y avíos para marchar al campo. Lo ve alejarse calle abajo, con el par uncido, camino del sembrado. Ella, entonces, guarda en la artesa el pan blancuzco, suave, blando. Echa de comer a los animales, y se marcha al lavadero a lavar. Lleva el viejo barreño de metal y la losa de lavar en el costado. Al otro lado va el pequeño Miguel asido a su mano. De pie, frente a la rizada losa frota, con el jabón, ajadas camisas, peucos y pantalones remendados; los restriega una y otra vez sobre las quebradas aristas de madera… 

– ¿Tienes frío? – repitió Juan.

Pero Antonia permaneció con su blanquecina cabecita bajada hacia las brasas, contemplando el fuego, registrando en los confines de la memoria. 

Sus achaques y trastornos comenzaron tras la trágica muerte del hijo. Sus males eran ausencia, añoranza, tristeza y soledad; falta de anhelos y deseos de vivir; penetrantes recuerdos que hurgan la memoria y producen hondos sufrimientos; escabrosos altibajos, cambios repentinos, tortuosos avatares de la vida difíciles de sobrellevar e imposibles de olvidar. 

Su marido, familiares, vecinos e hijos le insistían. 

– ¿Por qué no vas al médico? 

Pero ella contestaba: 

– Mis males no los curan los médicos. Ni las medicinas alivian mis dolores. 

Tiempo después, cuando aumentaron sus desvaríos y disparataba en exceso, avisaron al médico.

– Alzheimer – diagnosticó. 

– ¿Cómo dijo, doctor? – preguntó Juan. 

– Alzheimer. Es una enfermedad progresiva. Concluye por no conocer a las personas próximas. No recuerda a quienes conviven con ella, ni sucesos ocurridos recientemente. Sin embargo, recordará hechos lejanos. 

Una extraña mezcolanza se apoderó de Juan. Una amalgama de confusiones lo conmovieron. Se estremeció de angustia y desasosiego pero, al mismo tiempo, sintió alegría y regocijo. Quizá no volviera a rememorar el amargo recuerdo, la desdichada muerte del hijo. Tal vez ya no se levante sobresaltada en medio de la noche, entre lamentos, gritos angustiosos, agitaciones, escalofríos y temblores de ansiedad. Vivirá con el sosiego de recuerdos agradables, gratos recuerdos de tiempos felices, sin alborotos, sin estrépitos mecánicos de máquinas y tractores. Volverá a escuchar dulces trinos de pajarillos entre la mies amarilla del verano en los campos empapados de silencio; y el rechinar de carretas que se alejan, su crujir monótono y lastimero, cuando regresaban colmadas de mies camino de las eras. Recordará el borboteo del pucherillo de barro cociéndose en la lumbre, el caldero colgado de la argolla, el fuelle, la tenaza y la gata negra dormitando junto a las brasas. Encontrará a las muchachas que regresan de la fuente cargadas de cántaros y botijos; y mujeres que, en las soleadas tardes de primavera, remiendan viejos peucos a la sombra de los árboles. Volverá a abrir los balcones. Se asomará a la ventana y mirará a lo lejos, esperando. Entre las desvaídas figuras de los hombres que avancen en procesión, despacio, muy despacio, extenuados por el duro trabajo, divisará la figura de Juan en la lejanía a través de los trigos verdes en primavera, envuelto en el polvo del camino. Escuchará nostálgicas canciones de enamorados labriegos en las noches de verano. Muchachos que tocan la resonante zambomba alrededor de la enrojecida estufa los días de Navidad. Rondallas de mozos, serenatas bajo los balcones floridos de lindas muchachas. Mozas lozanas, robustas, encendidas como flores de ababol. Recordará que, una vez, en sus años de novios, Juan la había piropeado: Antonia, estás como un ababolazo. Añorará tiempos pasados, el ayer remoto, la niñez casi olvidada, la adolescencia perdida, la juventud desvanecida como un sueño, su ayer volatizado como un soplo, como una tenue llama de candil que se apaga lentamente. Sus seres queridos, muertos ya, revividos de nuevo en su mente enferma… 

Antonia, encogida a la orilla de la lumbre, escucha piar de gorriones en la esquina de la casa, en las ramas de los árboles reverdecidos y en el tejado de la iglesia. Cantan los pajarillos suspendidos en los aleros de los tejados y por encima de los almendros. Escucha lejanos ladridos de perros. Murmullo de gentes que caminan por las calles. Gallos que cantan una y otra vez. Gallinas sueltas por los callejones picoteando hierbas. Mujeres que traen el agua de la fuente. Escucha lejano el eco de un rumor que corre de boca en boca, el cantar de la herrería, el grito de un vendedor que recorre las calles del pueblo voceando la mercancía de esquina en esquina y la voz del pregonero. Rafael, el alguacil, se detiene en las cuatro esquinas, se empina un poco y lanza su vozarrón. Escucha voces de estañadores y capadores. El flautín de un afilador, luego su voz: El afiladooooor… El afiladooooor… Se afilan cuchillos, navajas, tijeras… 

Apagados ancianos encaminan sus pasos a las afueras de pueblo. Los niños están en la escuela. Es la hora del recreo. Hasta los oídos de Antonia llega los gritos de los niños que juegan, corren, retozan en la plaza. En medio de esas voces infantiles distingue con claridad la voz de Juan, su Juanito. Recuerda que aún no le ha llevado el almuerzo a la escuela, como hace cada mañana a la hora del recreo. 

Intenta incorporarse, trata de ponerse en pie para ir a la escuela a llevarle a su Juanito – igual que hacía cuando era niño – pan con chocolate o pan con agua y azúcar que devoraba sin dejar de correr, trotando con los otros muchachos, dándole patadas a un balón de un extremo al otro de la plaza. Pero no consigue moverse. Quiere avisar a su marido: Juan, acércale el almuerzo al chico, pero no brotan las palabras de su boca.

– ¿Tienes frío? – preguntó otra vez Juan. 

Entonces fue cuando Juan se dio cuenta de que Antonia no tenía frío, porque Antonia ya no estaba allí. En aquel lugar al lado de la lumbre sólo quedaba un cuerpecillo minúsculo, enjuto, apagado para siempre. Aquel cuerpecillo débil que se fue apagando lentamente tras la muerte del hijo. Sus manos sólo acariciaban una calavera blanquecina, nacarada, como una nevada de invierno, pero sin vida. 

Y Juan casi no lloró la muerte de su esposa, tan falto andaba ya de lágrimas. 

Murió de tristeza, ausencia, soledad, añoranza, desconsuelo… Aunque alguien dijo que, en realidad, llevaba muerta desde aquel nefasto atardecer de otoño en que trajeron al hijo muerto.