D. Manuel Sanchiz Salmoral

El olor a muerto del palacio me daba escalofríos antes de conocer a Valeria. Todas las tardes la acompaño a su apartamento, trabaja como vigilante en el Museo Arqueológico. Cuando se retrasa, me detengo en alguna vitrina para amenizar el tiempo. La semana pasada llegué pronto, y pasé más minutos de lo normal observando una serpiente enroscada con forma de anillo, consideré que tenía que comprarle a Valeria una joya parecida. Abstraído en mi pretensión, no escuché el grito de una turista, aunque se oyó en todo el recinto. Fue atendida y rodeada por los responsables del museo, entre ellos Valeria, y algún que otro curioso. El alboroto fue provocado por el hallazgo sorprendente del esqueleto de una mano, ante el cual los visitantes de la zona de excavaciones quedaron perplejos. Tal descubrimiento se hacía visible entre el enlace de dos bloques de piedra, cuya posición parecía haber sufrido cambio. Uno de los dedos, como informó la directora a los medios, estaba adornado por un anillo.

Corduba no era una ciudad distinta dentro de la Bética, sus calles olían al vaho caliente que expulsaban los tejados y a estiércol sin recoger; era abatida año tras año, por el frío del invierno y el calor del verano. En el límite de la ciudad, cerca de la muralla norte, en el último recodo, antes de emprender el camino de Sierra Morena, todas las noches hasta muy tarde, el resplandor de una lámpara iluminaba una ventana. Dentro, con la ayuda de la diosa Minerva, cada día Valeria deshojaba sus ilusiones intactas e interpretaba en su imaginación su papel. Más que nunca, su voluntad era fuerte, su fantasía desbordaba la realidad; vivía en el espacio interno de un milagro aún desconocido. Después de orar en el templo, cruzó entre las gentes del mercado como un niño que día a día, aumenta su admiración y su ternura huyendo del tiempo que incomoda. Llegó pronto, iba de nuevo a las ruinas del teatro. Su impaciencia no esperó al atardecer y precipitó su llegada. El soldado acudió puntual al encuentro, la luna también ocupó su posición en el cielo. El zagal guerrero quiso conocer la opinión de Valeria, la joven que le esperaba puntual el mismo día de cada semana en la esquina del viejo teatro. En los meses transcurridos desde que se conocieron, ninguno de los dos faltó a la cita. Valeria se sobresaltó cuando le enseñó el anillo con la serpiente enroscada, hasta aquel día no le había hablado de presentes ni de amores secretos; se preguntó si el capricho de aquel soldado le dejaría huella. Como era habitual, esperaría otro amanecer y, al despertar, volvería a vivir como cualquier día.

Dos semanas después del incidente, la directora del museo comunicó en reunión de prensa que eran dos los esqueletos descubiertos, ambos estaban en posición horizontal y abrazados.  Consideró el hallazgo interesante, no obstante presentaba varias incógnitas. No quiso entrar en más detalles, hasta que los responsables de la investigación manifestaran sus conclusiones. Sí añadió que los esqueletos pertenecían a un hombre y a una mujer, muertos de forma instantánea, ya que era evidente la rotura brusca de los cráneos; e insinuó que, por la postura en la que se encontraban, podría tratarse de unos amantes, sin bien lo último era solo conjetura.

Se ocultaron tras los muros interiores del teatro, entre las piedras abatidas y en ruinas desde el terremoto. No le sorprendió el cambio de actitud, sin embargo se quedó callada, tal vez no pudo hablar o no lo creyó oportuno. La imaginación le cambió lo real para disfrutar de lo soñado, comprendió que no se puede crear lo que no existe, siempre conoció la verdad, nunca la ignoró. Le pidió que se probara el anillo y, cuando Valeria lo tuvo en su poder, lo colocó como pieza dibujada en su dedo.

Una periodista preguntó si podría adelantar en qué periodo de nuestra historia vivieron los amantes. No quiero aventurarme, – prosiguió la directora, – es probable que se trate del siglo cuarto, y no podríamos descartar que la causa de la muerte fuera el derrumbe accidental del teatro abandonado. Precisó que existe una pieza que no encaja, todo apuntaba a que la antigüedad del anillo es anterior al suceso.

El azar y la fortuna se encargaron de unirlos en el término de la historia. Aquella noche, tras meses de encuentros en la esquina del teatro, el soldado no pretendía comprar los servicios de Valeria. La joven, acostumbrada a compartir su lecho con malhechores y legionarios borrachos, encontraba en la amabilidad del militar la gratificación que compensaba horas de horrores. El guerrero deseaba contárselo, deseaba contagiarle su entusiasmo, revelar su alegría a quien supo sumergirlo en el placer de las noches con luna, noches que se prolongaban hasta al amanecer en un camastro junto al río. Quiso pedirle su opinión sobre el regalo que pensaba colocar en el dedo de su amada. Un recuerdo familiar de más de dos siglos que habían lucido todos sus antepasados. Con tristeza, lo miró a los ojos y recompuso su dignidad, siempre supo que existiría un punto final en aquel cuento, hacía tiempo que imaginaba el desenlace. Sin embargo, todo se truncó bruscamente. El aire estancado entre las piedras brotó para derrumbar parte de un muro en ruinas. El miedo los abrazó y quedaron sepultados.

Estábamos desnudos y la sábana apenas nos cubría, mis labios ascendieron hasta sus labios, y mi mano resbaló entre sus dedos y el anillo. Al quitárselo, besé los labios fríos de un cadáver, los labios ásperos de un cráneo hueco, toqué el pelo sin vida de Valeria, la amante sepultada en el teatro, cuyos huesos helados sostenían mis brazos. Desperté con el corazón desbocado. Salté de la cama en el acto, corrí al Museo Arqueológico, y comprobé que la serpiente enroscada con forma de anillo se encontraba en la vitrina, junto a las demás joyas. El olor a muerto del palacio me dio escalofríos. En el mostrador pregunté por Valeria. Con agrado me contestaron que en el museo no trabajaba nadie con ese nombre. Fue en ese instante cuando supe que jugué con la realidad y la ficción.