D. Carlos Clementson Cerezo

Estas piedras conocen el ritmo de mis pasos, el pálpito secreto de mis días iguales ha ya cuarenta años camino de las aulas, viandante solitario de la ciudad vivida. 

No obstante me acompañan muy egregias presencias que, de mañana y tarde, me acogen familiares. Por la mañana, Séneca me da los buenos días desde su bronce indemne al edicto del sátrapa.

Ante la balaustrada, copia el estanque el oro cansado de las piedras de la muralla, mientras monta guardia Averroes desde su pétrea cátedra del Arco de la Luna, quizá temiendo alguna invasión almohade, que a algunos nos expulse como a él y a Maimónides.

La puerta de Almodóvar me franquea a diario su entrada a un reino al margen ya del tráfago urbano: Córdoba se remansa en su aljibe de siglos, y lentamente es como adentrarse en el tiempo de un ayer que al viandante va interpelando al paso.

Una bodega exhala un aroma profundo. De la calle Judíos viene un rezo de salmos que me despierta bíblicos rumores en mi sangre mientras Moisés Maimón el Peregrino extiendesu Guía de perplejos ante atentos turistas.

La calle Almanzor borra sus épicas fanfarrias con la algazara urgente de grupos de estudiantes camino de las clases, y allá al fondo vislúmbrase la sombra americana del Inca Garcilaso camino de su casa en la calle Deanes. Ya en la plaza, Al Gafequi repara con sus útiles mi visión neblinosa para captar mejor tan añejas imágenes. 

El antiguo Hospital me brinda su silencio, sus largas galerías al siglo XVIII, su jardín de palmeras y magnolio florido, en donde los vencejos disfrutan su recreo en tanto me sumerjo en mis diarias labores donde transcurrirá mi diaria jornada.

Cuando en la Biblioteca ya se van apagando las estudiosas lámparas, el rumor de la fuente me da las buenas noches, ya de vuelta a la casa, mientras irrumpe un sacro concierto de campanas
en honor de estos nombres, propagando estas glorias, que hace que estas callejas cobren conciencia de estos inmortales vecinos cuyo lúcido empeño en tiempos de tiniebla anticipara el Siglo de las Luces, el reino de la humana razón antes que la Sorbona, cual faro que disipa las sombras de los tiempos, desde París dictara su nueva luz a Europa.

Desde su torre el ángel dorado de la tarde me despide lanzando el último reflejo de un sol entre arreboles mientras de un tabernáculo irrumpe la heridora queja, sangrando viva, de un cante que desgarra la seda de la tarde. 

Una sombra —¿es don Luis?— cruza una bocacalle. ¿Quién soy? ¿Quién pregunta por mí? ¿Sombra soy o persona?

Ilustre privilegio convivir a diario con tan claros ingenios vecinos de este barrio, que enaltecen un nombre ya dorado en la historia, y a la vez nuestra casa durante tantas décadas, dulce claustro académico, nuestra razón de ser.

Por iguales callejas lentamente regreso al estrépito horrísono de la gran avenida y al siglo XXI, dejando a mis espaldas, o mejor, en mi pecho, el familiar latido de unos siglos, si extintos, casi alentando en sueños en el sueño de Córdoba. Alma ciudad en la historia, que a diario me infundes lo mejor de ti misma, tu lección de humanismo y alta sabiduría, fuente diáfana y viva que a luz nos das y luego con tu luz nos alumbras y nutres hasta ser, ya al final, polvo tuyo.