¡Qué felicidad!, qué alegría más sana y pura disfrutaron mis hermanos pequeños Luis y Juan (de 8 y 6 años), aquella mañana de diciembre, cuando sus primos: Juan María y Paco Castro García, les regalaron un perrito largo y patudo, nacido en su casa.
Vivían por entonces nuestros primos en la antigua calle Las Aguas, (actualmente, C/ Juan de la Cruz Criado), próximos, frente al atrio del cine Malori, y su padre, D. Juan María García, era transportista en el pueblo y muy aficionado a la cacería; afición que estaban recibiendo sus hijos al acompañarle al campo, siempre que podían, a cazar algún conejo. Nuestro tío poseía una galga que estaba preñada y unos días antes de la Navidad parió doce perritos, todos vivos; el último nació más pequeño, entre aquella vorágine de animalitos.
Sus primos, le hicieron regalo al Luis y Juanito, del último perrito nacido, el más chico; y mi padre, un hombre buenísimo y condescendiente en todo con sus hijos, no le puso trabas al nuevo inquilino. Al contrario, viendo a sus hijos tan felices, rebosaba de emoción. Luis y Juan pronto le hicieron una cama con paja en un esportón y ese día ya se lo presentaron a todos sus amiguitos de la calle. A partir de entonces, cuando volvían del colegio, dejaban la cartera de los deberes en la primera silla que encontraban a su paso y, rápidos, se iban a la cuadra a tomar al perro en su pecho y sacarlo a jugar.
El perrito crecía rápido y pronto se convirtió en un cachorrillo muy espabilado y juguetón y empezó a correr tras ellos. Éstos, viendo que en velocidad eran alcanzados, le pusieron de nombre Volante, un nombre muy acertado a su condición de corredor. En la casa, al animal lo alimentaban mis hermanos con leche y pan mojado y, conforme fue creciendo, comía todo lo que se ponía a su alcance: restos de comida; huesos de los pájaros y conejos que en mi casa se sacrificaban para tapas de la taberna y poco más; pero es lo cierto que el galgo creció grande y más fuerte que los animales de su especie, con unas patas altas y ágiles, un cuerpo largo bien formado y una cabeza, orejas y rabo, que llamaban la atención por su espectacular belleza.
En la calle San Roque, desde mi casa, hasta la esquina de Godoy y, desde allí, hasta el Chimeneón; mis hermanos y sus amigos, cuando ya fue un podenco, estaban a todas horas jugando con él; y le enseñaron a recoger pelotas con la boca, que le lanzaban para que se las devolvieran. Estos juegos y carreras no pasaban desapercibidos a los aficionados a la cacería, que bajaban a las Aceñas y a los Léganos con sus realas de bestias y perros. Así que, muy pronto, clientes y amigos comenzaron a pedírselo a mi padre para llevarlo al campo a cazar liebres. Otras veces, sin permiso, lo esperaban por la esquina, le echaban algún alimento, jugaban con él y lo desaparecían todo el día.
Cuando el galgo se hizo adulto y en todo su cuerpo brillaban los luceros que se formaban en su pelo; los paseaba relucientes, como los zorzales lucen los suyos sobre sus plumas entre olivares. Por entonces, desde las tabernas, se extendió sobre él la fama de ser el galgo más hermoso entre todos los de su especie, el más ligero y el mejor cazador; fama bien ganada pues, a pesar de su juventud, con su esfuerzo y con la astucia que poseía para hacer la caza; sabíamos en casa que ya había cazado por las caserías de San Felipe, Jarito, (San José), Cavanillas, el Francés, la Aragonesa, Santa Inés, etc. y que ya había alimentado a varias familias villarrenses con sus presas.
Tanta generosidad en un animal no podía esperar para que le llegaran promesas de éxito, y efectivamente, una tarde noche llegaron a visitar a mi padre a la taberna una pareja de la Guardia Civil de la localidad, solicitando la prestación del animal para que hiciera compañía a otros animales, que altos mandos desde Madrid venían concentrando para una semana de cacería especial que se llevaría a cabo la próxima, en la Sierra Morena, por la provincia de Jaén, términos de Andújar y otros pueblos serranos.
Así que esa noche el galgo quedó encerrado y guardado en la cuadra de mi casa y, al día siguiente, por la mañana muy temprano, un furgón de la Benemérita paró en mi puerta y se lo llevaron enjaulado.
Aunque toda la operación se hizo con silencio popular, en el pueblo no faltó quien vio y se enteró de todos los movimientos que sobre el galgo giraron y, en casa, durante ocho días mis hermanos y todos sus amiguitos estuvieron preguntando por el Volante. Al octavo día, por la mañana, volvió el mismo furgón y trajeron al perro después de su participación en la fiesta, indicándonos que se había comportado muy valiente y en recompensa nos entregaron dos liebres, que mi madre frió ese día y las compartimos con Volante.
A continuación fueron muchos los vecinos que saludaron y felicitaron a mi padre para que le transmitiera la alegría a Volante que, desde entonces, tuvo más admiradores y amigos y su nombre se propagó más entre los aficionados a la cacería; siendo solicitado, unas veces para hacer cacerías y otras para que sirviera de reproductor; naciendo, a partir de entonces, la leyenda del excelente canino.
Sobre el año 2005 mantuve una conversación con nuestro amigo, D. Bartolomé Ramírez Castro, por entonces Presidente del Club Nacional del Galgo Español, sobre el galgo villarrense Volante; y me sorprendió que, dada la época en que fue famoso nuestro animal y la edad de D. Bartolomé, tuviera éste recuerdo de aquel ejemplar canino. Posteriormente hablé de este asunto con otros amigos y todos recordaban gratamente la historia añadiendo, además, algún pasaje de su vida evocando cuándo le pasaban la mano al animal por el lomo y cómo le susurraban algunas amigables palabrejas.