D. Bartolomé Delgado Cerrillo

Buscando una distensión en la jornada, un momento único de conexión entre mi mente y mi ser interior, todavía con el ronroneo y la barahúnda del día en los oídos, me dispongo a asistir a la ingrávida eclosión de la palabra sobre la hoja blanca. Fuera sigue latiendo la ciudad, la tarde va cayendo trazada por un sol horizontal y, mientras, me refugio en el silencioso deslumbramiento de las páginas: hasta tal punto exige la lectura soledad y silencio. Esa es la garantía de mi intimidad, en cuyo ámbito me gusta mantener el secreto de lo que estoy leyendo, por eso casi siempre callo lo que leo, por lo menos hasta tanto el tiempo haya destilado, con su habitual esmero, esas lecturas. Cada vez que termino de leer un libro, tengo la sensación de que no lo he acabado del todo, de que aún me queda algo pendiente: a veces, desde dentro, es difícil distinguir las cosas con claridad; no hay nada como la distancia del lector para ganar perspectiva en las cosas, por eso me resulta tan apacible la lectura, en ese ir y venir del ojo al cerebro, sin intermediarios. ¡Qué maravilla ese silencio después de la lectura ad libitum, a placer, a voluntad!

Si la vida es un estrecho margen robado a la eternidad, cuando leo es como si buscara alcanzar mi esquirla de longevidad, un momento de comunión entre nosotros, el autor y yo, a través de la absolución del texto, el regreso a uno de esos paraísos que realmente valen la pena: la intimidad. Creo que el verdadero placer de la lectura radica en la revelación de esta paradójica intimidad. Mi propia voz, muda y solitaria, adquiere allí una piel nueva, al entrar en contacto con la soledad de la escritura, provocando la resurrección del texto. 

¿Hay algo más íntimo que ese diálogo en silencio con otros mundos atrincherados en las páginas de un libro? ¿Algo más libertario que soñar en consonancia? Esta soberanía de arrastrar al lector hacia lejanos horizontes sin más compañía que la emoción y la imaginación es la mirífica cualidad re – creativa de la lectura. Embebido en la novelesca y enriquecida soledad del lector, el afán por comprender me arrastra con vehemencia hasta la fervorosa intimidad de mi empeño. Triunfo inmarcesible del lenguaje sobre la opacidad de las cosas, diáfano hermetismo que expresa más de lo que calla. Nunca he perdido el placer de leer en silencio, en soledad y en la intimidad, que arranca desde mi infancia; al menos hasta donde me alcanzan los recuerdos de esa etapa de mi vida. 

Decía Rilke, (Rainer Maria Rilke, (1875 – 1926)), que la infancia es la verdadera patria del ser humano. Debe de ser verdad, porque allí es donde nacen las palabras. ¡Qué cosa fabulosa que la infancia sea el paraíso de la lectura! De la mano de mi abuela empecé a dar mis primeros pasos como futuro lector. A veces traigo a la memoria su imagen; era una incansable contadora de historias. Me acurrucaba junto a ella, agazapándome sobre su regazo, con la misma emoción con que ahora desgarro el envoltorio de cada libro que recibo como regalo. Y ella se daba cuenta, porque mis ojos brillaban cada vez que con su dedo índice imploraba mi silencio antes de empezar a narrar sus historias; era como tener un libro abierto entre mis manos, abrirlo, sentirlo y hundir mi nariz entre sus páginas, mientras yo sonreía, con ese entusiasmo que otorga la infancia, pensando en los momentos de fruición que me aguardaban.

Así también aprendí a leer el amor incondicional de mi abuela, mucho antes de aprender a leer las palabras. Escuchándola, era como si leyera esas historias, donde las palabras eran mágicas, y me invitaban a sumergirme en el silente mundo de mi intimidad y a comprenderlo mejor, una experiencia interior que me permitía zambulirme más en ese mundo, propulsado y estimulado por el viento favorable de las emociones, especialmente de la fecunda curiosidad y de la prolífica imaginación que nos regala la infancia; era como abrir, de par en par, todas las páginas de todos los libros.

Y es que leer es una portentosa crisopeya, una hechicería inimaginable, que nos empieza a encantar en el primer lustro de nuestra vida y, a partir de ese momento, nos va a permitir crecer sin límite; una metamorfosis regeneradora que acabará por orientar el rumbo de los pequeños lectores, como si se tratara de una maravillosa aventura en que la meta se alcanza mediante la comprensión y aprehensión del mundo. No es exagerado pensar que nuestras vidas dependen, de alguna manera, de lo que leemos, que nuestro destino está indisolublemente ligado a nuestras lecturas, a esos textos que han ido conformando en cada lector una visión del mundo, la cual va oscilando, como un péndulo, entre la desazón y el apasionamiento. Leer para cambiar la reciedumbre de los días. Hace tiempo que sé por qué soy lector.