La primavera ha tejido con laboriosa madurez y paciencia un ceñido traje de generosa abundancia, confeccionado a medida para tí. Por la falda del cerro el viento silba melodías compuestas por palabras llanas y sinceras, dictadas desde lo más hondo de un corazón limpio y puro. Desde el valle, el río acuna tu sueño entre alameda y orilla, y arrulla con su reflejo de plata al infante que entre tus brazos dormita placentero.
Sobre un lienzo inmaculado de variopintas y cambiantes tonalidades, destaca un excelso y altivo verdor oliváceo flanqueando tu morada, imprimiendo intensas y profusas pinceladas de nobleza y sabiduría a la escena cotidiana e intemporal de la que tú eres protagonista. Un ejército de aguerridos y centenarios soldados, alineados con marcial orden, custodian celosos su más preciado tesoro, sabedores de la relevancia y envergadura de su magna misión.
Cual niña de inocente semblante, la luna se sonroja eclipsada por tu fulgurante destello; se enoja con pueril actitud relegada a un segundo plano, incluso en su plenilunio, pues tu aura arrebata el encanto de su cautivadora e inapelable omnipresencia. El sol ya se presiente inquieto al alba, presuroso por sembrar con su aliento cálidas promesas y longevas alegrías sobre la inexcusable bondad de tu cara. Un manto de espesa y testaruda niebla lo exaspera, haciéndolo prisionero y mudo testigo de los caprichos que los elementos dictaminan a su antojo. Los impertérritos cipreses que presiden tu ermita son un hervidero de inquilinos alados. El atrio bulle de vida. Una colosal algarabía de avecillas, que a veces se torna trifulca,componen la melodía que con atronador tumulto se convierte en el prolegómeno de una fértil alborada.
Hoy sin demora subo a verte, con el alma tranquila y hermanados corazón y mente. No pospongo más mi visita, ni aplazo un solo instante mi deseo de estar contigo frente a frente. Desde el puente diviso tu templo pequeño y sencillo, y mientras camino por la cuesta hasta el atrio mismo, mil preguntas huérfanas de respuesta que afligen mi destino, serpentean por mi mente con pesadumbre e inquietud.
Ya dentro todo es paz y sosiego. Desde el interior de la ermita se percibe todo diferente. Los sonidos que fuera pudieran parecer al pronto estridentes, aquí se asemejan a una sibilina mezcolanza de elaborados y tenues cantos, dulcificados por el natural filtro que los anchos muros y la gruesa madera les confiere. La luz se cuela tímida y con cierto toque de clandestinidad a través de las exiguas vidrieras, hermanándose en perfecta sintonía lumínica con la que desprenden las incandescentes llamas de tantos ruegos y promesas que el tiempo atesora con celo y nostalgia. El olor de la cera y la fragancia de las efímeras inquilinas florales que presiden el altar impregnan hasta el último rincón de este venerado lugar.
Y ahí estás tú, Estrella, presidiéndolo todo desde tu camarín. Con gesto noble, mirada sincera y el esplendor de una reina. Con el don de engendrar esperanza donde anidan las tinieblas; con la gracia de albergar y cosechar fe donde la acritud y la desidia campan a sus anchas, con la humildad de saber sembrar abundancia sobre yertos páramos desahuciados a su suerte, sin destino ni sustento. Entre el silencio instalado bajo la concavidad de esta nave, se aprecia el latido de un corazón henchido de paz y dichas venideras, cimbrando el aire con su metódica e imperativa diástole. Tus brazos acunan con maternal instinto el regalo inmaculado de la vida. De amor inquebrantable se viste tu rostro contemplando a tu hijo, dueño de un verso de verbo equilibrado. Sólo con tu gesto, mi subconsciente ensancha fronteras y mi corazón engrandece su pálpito y la capacidad de amar y entregar sin ambages. Hoy aquí, relajado y guarecido del mundanal ruido entre la intimidad de estos muros, y frente a ti, Madre, desfilan por mi mente un sinfín de imágenes, sonidos, palabras, olores, emociones y nostalgias, cual catálogo de fotogramas impresos sobre un vasto y etéreo pergamino de incalculable valor.
Presiento la voz del párroco, del pregonero, del capataz, del hermano mayor; la melodía del coro rociero, y hasta el canto del ronco tambor. Y el estallido del cohete, el murmullo de la gente, la algarabía de los infantes; la plenitud del mes de septiembre. Vislumbro los apretados varales, la bandera, el estandarte, las camareras y el segador; clamor, ofrenda, llanto, devoción y sudor. Y bajo el manto va mi Virgen, entre piropos mecida, perfumada de rico incienso, engalanada de poema y vida. Las rosas acicalan sus pétalos con lágrimas de espontánea emoción. Estrella, por ti soy siervo, hijo, hermano, costalero, poeta y soñador. Sin vaguedades te ofrezco mi verso, mis manos, mis sentidos y hasta el latido de mi corazón