Dentro de este habitáculo llamaba a la inspiración. Tan desesperadamente llamaba a la condenada inspiración que ajena me hallaba en aquel aislamiento progresivo. Sin percatarme de mi propia consciencia, me sumía en pensamientos nublados. Pensamientos que poco tenían para relatar. Pensamientos que en sí no contaban mucho. Pensamientos que no me servían más allá que para torturarme. 

Mi mente, hacedora de la más fantásticas historias; de los más inverosímiles cuentos, se cerraba herméticamente a deshoras, las horas de las fantasías sedosas que bailan con los sentidos adormecidos. En aquellos instantes en que más pasión podían mostrar mis manos, mis ojos; mi mente callaba cualquier muestra de deliciosa locura. Mi mente se negaba a pertenecerse.

En mitad de la madrugada solitaria, allí donde la clama habita, donde los demonios acechan en los umbrales de los dulces dormitorios de infantes inocentes. Allí mi silencio parecía ruido que celosamente guardaba mis palabras.

Cogiendo aire de manera desordenada, intentaba poner sosiego a mi exasperación. 

– Vamos – dije – vamos una vez más, palabras. Dejaos ver. Apartad el grueso velo tras el cual os burláis de mi pobre persona. Dejad que os acaricie una noche más. Prometo ser la mejor de las

amantes que hayáis tenido…

Convencida de mis rezos, abrí los ojos a la espesa negrura que intimidaba la calle bajo mis ventanas. Tanto intimidaba la monstruosa negrura que la única farola que hasta entonces no había fallado comenzó a titilar cual tímida chiquilla aterrorizada en su primera noche de amor.

Tan sumida me hallé en un momento ante aquella visión que quise tender una mano de consuelo a la pobre farola. Me sorprendí por tal ridículo acto de bondad hacia una farola. Bajé de nuevo a mi habitáculo presenciando la definitiva muerte de mi ahora fría amiga, caída en las garras de su negra enemiga…

Ahí estaba de nuevo, dentro de mi chirriante silencio. Oyendo los pasos de mi desespero que martirizaba mis sienes.

Venid a mí condenadas … llamé a las palabras – Regresad a mis labios. Fingid amor una noche más, quedaos apenas unas horas para que os pueda volver a alabar… Dejad que maraville mi desordenado mundo con vuestra desquiciante belleza.

Implorando la compañía de esas palabras que tanto necesitaba, volví a caer prisionera de mis distracciones al escuchar más certeramente el golpeteo del agua sobre mi tejado. Ese tejado, hogar de infantiles escenas en las que antaño acunaba a gatos callejeros, aprisionando su compañía bajo mis inmaduros brazos. Mi cálido tejado, primavera de mi adolescencia en la que dí mi primer beso. Ese tejado, testigo de mi más amplia carcajada, de mis más ahogado llanto, de mi más minucioso secreto…

Ahora maltratado por aguaceros crueles que querían borrar mi huella. Enojada, miré al techo en pos de gritar a las mismas nubes que cesaran de una vez… Y volví de nuevo en mí: en pie y con puño amenazante. Que tierna locura momentánea la de odiar a las nubes.

Pero ya basta. Basta de este ir y venir entre pasadizos de vagancia. Ya es hora de mirar al papel y lápiz. Ya es hora de siquiera garabatear una frase estúpida. Un frase que no servirá para nada, una frase que arrugaré y tiraré en el rincón más recóndito de mi mente.

Cierro mis ojos y visualizo. Las veo. Ahí están humillándome. Ahí se esconden de mí tras ese grueso terciopelo. Míralas. Revolotean jactándose de mi desdicha. De mi sequía…

¡Malditas seáis! Traedme ese regazo que tan cómodamente me hace concebir el olor a lluvia, el olor a otoño temprano.

Casi está amaneciendo. La larga noche va cediendo su lugar al grisáceo día. 

Agotada, acomodo mi cabeza sobre el frío papel. No puedo determinar si me parece frío por la temperatura que desprende o por su vacío glacial.

Quietud. Lasitud que me abrazas a diario. Vete… Ahora es cuando más te odio ¿Es qué no comprendes el daño? Como me gustaría romper , rasgar ese terciopelo. Ese otro mundo que colinda con el mío. Las oigo juguetonas, como quinceañeras conmigo. Con mi desesperación.

He de ser yo la que las obligué a salir – me dije. He de ser yo las que las haga madurar. Vamos palabrejas – les dije en tono jocoso – no pretendo aprovecharme de vosotras. Yo os considero amigas , más nunca a un amigo he pedido más allá que compañía y conversación.

Dialogaremos como antaño en mis desamores. Como en aquellos eternos días de pesadumbres. 

Hablemos de esas sensaciones terribles que despiertan una pérdida. Vamos … Os confiaré mi alma como tantas otras veces… Miré recelosa la luz del candil que tan súbitamente también me abandonaba. En un sonoro suspiro pensé que se hallaba otro fracaso. Pero, al igual que la bolsa protectora de un nonato se abre en dos para descubrirle la vida, así las sentí brotar desde el interior de mi estómago. Así se abrían camino a la cuna de mi escritura joven. Como parte de mi propia sangre recorrían mis venas. Las ensanchaban. Galopaban sin control de mi cerebro. Desde mi corazón… Hacia mis manos. En el crepúsculo de mi silencio, culminaba en victoria mi noche desesperada. Caudales de ideas misericordiosas fluían entre mis dedos una vez más.