Segunda parte: Capítulo cuarto.

Hoy no voy a hablar del silencio ni del cansancio, fueron los temas del año anterior. 

Aquel hombre, al caer la tarde plomiza y con una suave lluvia, volvió a su casa y la encontró en silencio, porque la rosa por la que luchaba se había embarcado con rumbo a la otra orilla.

Cayó rendido en el sofá y dejó al descubierto unas manos que reposaron, vencidas por la lucha, en los brazos del sillón. 

Yo, que andaba por allí; viendo, pero sin ser visto; aproveché la ocasión para contemplar las manos que, en un tiempo, fueron ágiles y ahora parecían vencidas. ¿Qué puedo ver en las manos? ¡Era todo un espectáculo de variedad infinita! Eran manos generosas, dispuestas siempre a ayudar y allí, vencidas, descansaban al fin. No vi la rigidez de la angustia o el maltrato; vi la seriedad y paz de alguien que lo dio todo. Vi una vida repleta de esfuerzo y de cariño. La vida de aquel que un día lo dio todo por la rosa que no pudo arrebatarle al barquero de la otra orilla.

Esa rosa, por la que dio toda su vida y ahora la tenía replegada y cansada en el silencio del salón, durmiendo con el suave caer de la lluvia que atacaba los cristales de su ventana.

No sé si oí, o al menos quise oírlo, aquellas palabras que alguien pronunció al final de una vida entregada: Todo lo que tenía que hacer, lo he hecho. Esa era la historia de aquel hombre reflejada en sus tranquilas manos; cansadas, sí, también encallecidas; pero serenas y llenas de nervios que acusaban el esfuerzo del jardinero fiel, dueño o enamorado de una única rosa que vio como, a pesar de mimos y desvelos, se marchita al fin.

Yo quisiera, al final de este relato, proponerte que observes, como yo, las manos de la persona que, atrapada por el sueño, queda a merced de nuestra investigación. Mira por dentro, descubre las historias que unas manos rendidas pueden encerrar. Es el momento porque no encubren nada, están a nuestro amparo.